sábado, 17 de abril de 2010

Escritos al caminar

Sólo le pido a Dios

que la guerra no me sea indiferente,

es un monstruo grande y pisa fuerte

toda la pobre inocencia de la gente

León Gieco




La guerra es un asunto serio, brutal, definitivo… Nunca es un juego. Por eso, cuando se pondera su pertinencia, más vale pecar de cauto que de audaz. No es el caso de quienes más por la fuerza que por la razón, se han impuesto como poder hegemónico. Así, los imperios se han convertido en tales merced al poderío de sus tropas, a su capacidad de metralla y a la superioridad tecnológica que enarbolan para avanzar destruyendo, y sobre lo destruido sentar sus reales.



Los tiempos cambian y con ellos la guerra se transforma, pero continúa siendo el peor de los males, para quienes tienen la desgracia de sufrirla en carne propia o en la de sus seres amados, sus vecinos, sus compatriotas o, en última instancia, sus semejantes. Todos somos seres humanos y la tragedia de uno afecta la existencia de los otros.



A pesar de ello, desde el punto de vista del poder, la guerra es útil para conquistar a los extraños (o fingir que se les conquista) y así, de paso, controlar a la población sobre la que el poder ejerce. George Orwell, en su gran Novela: 1984, describe un estado totalitario, que, entre otras obscenidades, se servía de una guerra permanente para continuar sojuzgando a sus ciudadanos. La guerra es la gran excusa para coartar derechos civiles y exigir a la población inmensos sacrificios.



La realidad imita a la ficción y, a veces, la supera. Ante la necesidad de estar en guerra y la ausencia de un contrincante real, los Estados Unidos se inventan un enemigo a modo: el terrorismo, y le declaran una guerra sin cuartel ni fronteras. Sin decoro ni medida atacan primero a Afganistán y después, nuevamente, a Irak. La guerra que llevan a cabo es contra un enemigo de humo, pero lo suficientemente útil para entretener a los norteamericanos, proveerlos de una causa común y apropiarse del petróleo árabe. Así ha obrado siempre la gran potencia y así seguirá actuando hasta el fin de sus tiempos imperiales.



En México, tras usurpar el poder, Felipe Calderón sigue el ejemplo de sus mentores del Norte. Y, como ellos, se inventa una guerra. En este caso, el enemigo no proviene del exterior, sino que habita en casa: El narco, los narcos, la mafia venida a más bajo el amparo del poder político y la corrupción que emana. Así, debido a la necesidad de legitimarse como presidente de la República y como una advertencia a los millones de mexicanos que lo repudiamos, Calderón militariza al país con el pretexto de declarar la guerra al narcotráfico.



Sí, guerra al narcotráfico. No una acción policiaca enérgica para frenar a la delincuencia organizada. No un trabajo de inteligencia que cierre las vías financieras de las que la delincuencia se vale para blanquear su dinero. No, por supuesto, una limpia en las distintas policías y la burocracia de todos los niveles para sacar a los corruptos y así cancelar los apoyos que desde el gobierno reciben los delincuentes. Nada. Sólo la guerra contra los narcos.



Y la guerra es cosa seria, brutal, definitiva… y en este caso, no nos lleva sino al caos, a la valcanización, al absurdo de emplear al ejército, que debería velar por preservar la soberanía nacional, en labores que no sólo no son de su incumbencia, sino que lo demeritan ante la población civil

Siempre la guerra es excesiva. A veces, llevarla a cabo es necesario, como fue el caso de la de Independencia o la Revolución. Pero nada justifica el empleo de la guerra y en consecuencia del ejército, en aras de la voluntad espuria del espurio presidente que piensa que tener el poder “haiga sido como haiga sido”, le permite usar al Estado Mexicano como si fuera su empresa particular, con el único fin de servir a sus amos. Y mucho menos, cuando la invención de esta guerra cuesta la vida a inocentes de cualquier edad y condición social.



Y esto es una razón de peso para participar en la consulta sobre la revocación de mandato, que los ciudadanos organizados habremos de celebrar en mayo… porque para vivir mejor, que renuncie Calderón.

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